Muchos temían que les robara la privacidad, pero hizo posible que hubiera rascacielos y multinacionales. Y se volvió indispensable. Sin embargo, hoy en día, ¿sigue siendo necesario?

La llegada de los teléfonos a la oficina fue vista como una intromisión drástica que dividió las opiniones, de una forma similar a lo que ocurre con las redes sociales hoy en día.

Estoy sentada en mi escritorio y puedo oír el zumbido lejano de una fotocopiadora, mientras un teléfono móvil vibra sobre una mesa y en algún lugar lejano una impresora se queda sin papel.

La oficina, en efecto, se ha convertido en un lugar muy tranquilo.

La tecnología ha cambiado los sonidos que se escuchan en las oficinas. Durante 100 años fueron un lugar ruidoso, gracias a los teléfonos y las máquinas de escribir. Ahora suele haber un silencio que sólo rompe alguien que dice: «Voy por un café, ¿quieren uno?».

En un principio sólo había papel y plumas. Luego vino la máquina de escribir, que trajo consigo una serie de avances a finales del siglo XIX: el archivador, la calculadora y el teléfono.

Pero, ¿qué significaron estos inventos? ¿Ayudaron a que la vida de oficina fuese mejor o peor?

Los avances

En las tiendas del Museo de Londres hay una especie de cementerio gigante lleno de maquinaria de oficina.

Hay filas y filas de máquinas sumadoras, por ejemplo. El primer modelo fue la Burroughs, que podía calcular sumas relativamente complicadas con sus hileras de teclas cuando se tiraba del mango.

Otro avance se produjo en 1870: el archivador. En la Edad Media, antes de que se inventaran este tipo muebles, los empleados escribían en libros de gran tamaño y en pedazos de papel atados en manojos. Si el empleado dejaba el trabajo, cualquier posibilidad de hallar alguna información en esos papeles solía irse con él.

Con el archivador, la información podía organizarse en orden alfabético, lo que significa que -en teoría- era posible encontrarla de nuevo. Eso fue genial, lo único malo es que creó toda una industria de trabajo innecesario: guardar papeles en archivos abultados que probablemente nadie volvería a ver jamás.

Los nuevos dispositivos incrementaron la eficiencia, pero no cambiaron la naturaleza del negocio.
Luego llegó el telégrafo.

Internet victoriano

«Lo que Dios ha creado», rezaba el primer mensaje enviado a larga distancia en código Morse en 1844. Y lo que Dios había hecho resultó ser enorme.

El telégrafo fue el internet victoriano. Hizo que el mundo se volviera global, que se pudieran hacer negocios sin estar en el lugar. Liberó a los jefes de sus fábricas y permitió que los precios en la Bolsa de París se pudieran conocer el mismo día en Londres.

La difusión del telégrafo fue casi tan rápida como la de Facebook. Para 1887 se enviaban unos 50 millones de telegramas al año en el Reino Unido y la mayoría de los negocios tenían su máquina propia.

La belleza del telégrafo fue que inventó la brevedad mucho antes de que Twitter la pusiera de moda.

Pero también inventó la parquedad pues, al principio, enviar un telegrama era muy costoso -el equivalente a US$120 hoy en día- así que sólo se usaba cuando realmente se tenía algo que decir. Ojalá fuera así hoy en día.

Pero en 1876 llegó el teléfono y con él, un nuevo tipo de comportamiento. El teléfono creó una informalidad a la que el telégrafo nunca aspiró.

Entusiasmo telefónico

El teléfono ayudó a que los negocios crecieran. La fácil comunicación alentó el desarrollo de las multinacionales que optaron por abrir oficinas en todo el mundo. También contribuyó a la popularidad a los rascacielos.

Como dijo un ingeniero de AT&T en 1900: «Supongamos que no hubiese habido teléfono y que cada mensaje hubiera tenido que ser llevado por un mensajero personal. ¿Cuánto espacio habrían dejado los ascensores para las oficinas?».

Estados Unidos se inundó de teléfonos. A finales de la década de los 1920, el 40% de los hogares ya tenía uno.

Los teléfonos hicieron que los negocios se volvieran más democráticos: un empleado de fábrica podía hablar directamente con el jefe, sin tener que subir y atravesar las áreas que los separaban.

«Significó un lugar de encuentro para los capitalistas y los trabajadores asalariados «, escribió Herbert Casson en su libro de 1910, «La historia del teléfono».

«Ese es esencialmente un instrumento para todos. Podríamos, de hecho, declararlo emblema nacional, como la marca registrada de la democracia y el espíritu estadounidense».

Abundancia de sirvientes

Pero ese entusiasmo no fue compartido en todas partes. En Londres, por ejemplo, William Preece, ingeniero jefe de la Oficina General de Correos, declaró que el nuevo artilugio no era más que «un sustituto de sirvientes».

«Hay condiciones en Estados Unidos que requieren el uso de tales instrumentos más que aquí», dijo a un comité de la Cámara de los Comunes.

«Aquí tenemos una superabundancia de mensajeros, recaderos y cosas de ese tipo. La ausencia de funcionarios ha obligado a Estados Unidos a adoptar sistemas de comunicaciones para fines domésticos. Pocos usan en el teléfono más que yo, que tengo uno en mi oficina, más para lucirlo que cualquier otra cosa. Si quiero enviar un mensaje, le pago a un chico para que lo haga».

En 1880, el primer directorio telefónico en tierras británicas tenía sólo 285 nombres, todos ellos de negocios en Londres, en su mayoría comerciantes de productos que iban desde el azúcar hasta las plumas de avestruz.

El Banco de Inglaterra, que nunca se ha apresurado en nada, estuvo incomunicado hasta 1902 y siguió comprando plumas para escribir hasta 1907.

El banco mercantil Schroders se negó a que su nombre apareciera en la guía telefónica, por temor a que las llamadas entrantes causaran distracción.

Las personas temían que el teléfono acabara con su vida privada, de la misma manera que ahora nos preocupamos con las redes sociales. En Reino Unido en 1927, el promedio de llamadas telefónicas era de una cada día y medio.

En manos de las mujeres

Las mujeres eran las dueñas del teléfono, al igual que de la máquina de escribir. Emergió un nuevo tipo de oficina, la central telefónica, y ellas eran las ideales para operarla.

«Los tonos dulces de las voces femeninas parecen tener un efecto relajante en la mente masculina», señaló un ingeniero telefónico de entonces.

El trabajo, en realidad, no tenía nada reconfortante. Era implacable y agotador e involucraba engorrosos aparatos que había que conectar y desconectar rápidamente en distintas alturas.

Además, por supuesto, había que tratar con el público, que no era fácil de complacer.

The Times se quejó de las niñas engreídas que trabajaban en las centrales. «Muchas de las operadoras parecen creer que el usuario que está del otro lado del teléfono es su enemigo natural y lo tratan con absoluta indiferencia, cuando no con insolencia e impertinencia, que son aún más irritantes, pues no parece haber remedio para ellas».

La nueva tecnología dio lugar a nuevas normas de etiqueta. En 1910, la compañía telefónica Bell sacó un folleto sobre modales llamado Dr. Jekyll y Mr. Hyde al teléfono.

Algunas de sus lecciones eran simples: «Hable directamente al micrófono y no permita que su bigote interfiera».

Decir «¡Hola!», en ese momento, estaba muy mal visto. «¿Entrarían a una oficina o una residencia diciendo ‘Hola, hola, ¿con quién hablo?’ Hay que iniciar las conversaciones con frases como ‘Al señor Wood de Curtis and Sons le gustaría hablar con el señor White’, sin ningún tipo de ‘holas’ innecesarios e indignantes».

Una revista de 1926 estableció que era responsabilidad de quien llamaba decidir cuándo terminaría la conversación, a menos de que estuvieran hablando un hombre y una mujer. En ese caso le correspondía colgar al «segundo sexo».

La muerte de la línea fija

Para mediados del siglo XX la mayoría de los trabajadores tenía un teléfono en su escritorio. Se acostumbraron a las llamadas y a las interrupciones constantes. Los trabajadores ya no se levantaban para hablar unos con otros, sino que llamaban por teléfono desde sus puestos. La central telefónica de la oficina era el lugar que conectaba a todo lo demás.

Y así se mantuvo, hasta los últimos años. Ahora estamos siendo testigos de la muerte de la línea fija en la oficina, y con ella, la central telefónica.

Si alguien quiere encontrarme, me envía un correo electrónico, y como no me gustan las interrupciones, he dejado de responder mi teléfono de escritorio.

El otro día revisé mi correo de voz y encontré 100 mensajes de hace semanas. ¿Adivinen de lo que me perdí? De nada importante.

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